Él era un ganador, jamás perdió algo en la vida. Era carismático, sincero, genuino, sumamente fácil de querer. Naturalmente siempre estaba rodeado de gente de todo tipo. Constantemente él invitaba a todos a compartir y la gente atendía, pues eran esos momentos los que llenaban el corazón de sus invitados.
Casi todo era casi perfecto en él, pero había un solo problema: su novia. Ella se miraba perfecta junto a él, sin embargo, al estar sola, perdía su encanto. Ella, aunque decía amarlo, no siempre vivía amando a los demás. Hablaba mucho y se movía poco, rechazaba en lugar de acercar, se ocupa del que dirán y se apartaba, se perdía en las formas y dejaba a un lado la esencia. Y como él siempre se presentaba con su novia, los demás decidieron abandonarlo para no tener que verla a ella.
Sí, el personaje al que hago referencia es Jesús y su novia se llama iglesia. No me refiero a los edificios, sino a ti, a mí y a las personas que la conformamos, y no sólo los domingos, sino los 365 días del año.
Jesús emana amor que atrae, sin embargo, nosotros podemos llegar a ser esa novia fea que hace que los demás quieran alejarse del él. Esto sucede cuando olvidamos que no se trata de nosotros sino de Él y su intento incansable por establecer una relación (no una religión) con la humanidad.
Ojalá y nos hagamos relevantes en las oficinas, universidades, colegios y en cualquier rincón del mundo, que salgamos de los edificios y seamos iglesia más allá de los domingos y el grupo de jóvenes, que ese amor que se emana se nos pegue del novio y que los demás, al acercarse a nosotros, deseen estar cerca de Jesús.
Por: Mónica Tello