Crecí viendo a mi papá viajar. Los únicos seis meses que recuerdo no haber tenido que despedirme de él por algún compromiso internacional son los recientes, desde la actual pandemia. Años de verlo tomar su maleta y porta trajes para atender conferencias, congresos y cruzadas de milagros. Sin exagerar, la mitad de mis cumpleaños me tocó celebrarlos con una llamada y esperar días o hasta semanas para que pudiéramos hacer una piñata. Mis hermanos y yo no comprendíamos del todo qué significaba un “llamado”. Para nosotros era más fácil comprender que se trataba de un trabajo y de igual forma aprendimos a recibir los beneficios de dicha labor: ¡juguetes después de cada viaje!
Cuando mi papá regresaba a casa yo iba directo a lo más importante: su maleta. Sin saludarlo, sin preguntarle “¿Cómo te fue, papá?” “¿Cómo te usó el Señor?” En uno de esos regresos a casa arrebaté ansiosamente su equipaje, moví rápidamente los números del candado, puse la clave “911”, abrí la maleta y empecé a sacar toda su ropa, esperando encontrar mi regalo.
Mi papá se quedó analizando lo que pasaba y no tardó mucho para que su disgusto llegara a mi oreja. La jaló, la acercó a su boca para asegurarse de que yo lo escuchara y me dijo: “Hijo, ¿qué es más importante? ¿Los regalos o yo?” Le respondí lo que él esperaba que respondiera: “Tú, papá”, mientras estiraba mi cuello esperando alcanzar a ver si lograba descubrir mi juguete entre sus calzoncillos sucios o los bosquejos de prédicas.
Nuestro corazón nos “juega la vuelta” con facilidad. Queremos las cosas antes que a las personas. Ese es mi problema: mi inconformidad con las personas que quieren vivir un “pentecostés” todos los años.
Permíteme aclarar lo que acabo de escribir. “Pentecostés” es una celebración anual que se lleva a cabo cincuenta días después de la pascua. Su origen es hebreo, recordando que después de librar al pueblo de Dios de las manos de los egipcios, al quincuagésimo día descendió Moisés con la Ley. Hermoso es como relata Hechos 2, el Espíritu de Dios sellando su nuevo pacto con llamas como de fuego, estruendos, nuevas lenguas. No descendió la ley, sino el mismo Espíritu de Aquél que vino a cumplir la ley. La gracia con nosotros.
Me entristece que haya iglesias que creen que el fuego del Espíritu de Dios ha ido menguando porque ya no ven las manifestaciones que veían en la década de 1990. De forma similar sería que los apóstoles llegaran a pensar que por no ver otra vez las lenguas como de fuego el Consolador los haya abandonado.
Pero no fue ni es así. La iglesia primitiva comprendió la relevancia de la persona, no sus regalos. El abogado defensor empezó a habitar entre los hombres, a caminar junto a los apóstoles. Hubo viajes misioneros en los cuales proveían hogar al desamparado, abrigo al que pasaba frío, pan al hambriento. Estableciendo el reino de Dios en reino ajeno.
Entonces, ¿cuál es mi propuesta de avivamiento? Avivar es incrementar la intensidad, la fuerza o la vivacidad de algo. ¿Te parece si aumentamos apasionadamente la fuerza con la que defendemos al hambriento? ¡Una defensa vivaz! ¡Animar la presencia de Aquél que salió en defensa por nosotros!
A lo mejor viene más fuego, o a lo mejor no, pero el necesitado encontrará su mayor defensor: a ti, a mí, llenos del Espíritu Santo. A Su Iglesia avivada.
Escrito Por: Juan Diego Luna