Amo los inicios, la emoción de lo nuevo y el descubrimiento. La esperanza del resultado en ese punto resguarda la expectativa. En los inicios hay fuerza, ánimo y empuje. Los inicios son fáciles: la dieta, el curso, la relación, no hay dificultad en iniciarlos. Sin embargo, los inicios tienen un defecto; ellos no portan el fruto.
El fruto está escondido en las noches de desvelo, en el desgaste de fuerza y el cansancio en la almohada. El crecimiento solo está en la permanencia, aunque por dentro haya ganas de claudicar. No existe el éxito instantáneo (que ilusión la que nos han vendido) todo fruto requiere esfuerzo y trabajo, pero sobre todo tiempo.
Me gusta la lección que el deporte nos da sobre esto, una medalla olímpica representa horas de entreno y dedicación, negarse a ciertos alimentos e incluso diversión, todo ello por miles de frutos invisibles y un solo fruto visible: la medalla. Hay años de trabajo visibles en un evento momentáneo que puede llevarnos a creer erróneamente que las victorias se hacen de la noche a la mañana.
Por qué pensamos que el cristianismo es una carrera de velocidad y no uno de resistencia, es un camino de restauración y no uno de sustitución. El trabajo de Dios en nuestras vidas inicia el día que le decimos sí, pero no culmina en esta tierra. En realidad, fuimos plantados y el hortelano trabaja en nosotros indefinidamente. No confundamos la semilla con el fruto y, sobre todo, no abandonemos el trabajo que conlleva un fruto eterno.
Quisiera que, aunque sea un poco, mi texto provoque en ti un ánimo de permanencia. Talvez no tengas la misma fuerza que al inicio en tu trabajo, en tu relación o incluso tu servicio a Dios, quizá has renunciado silenciosamente y es posible que tengas razones válidas para abandonar. Pero recuerda, si no se planta la semilla, no crecerá para dar fruto. No te rindas, ni cedas en el recorrido, porque el camino a la recompensa también es parte de ella.
Por: Mónica Tello