Cuando Dios le dijo a Abraham que su esposa Sara tendría un hijo a su avanzada edad, ella rio porque no podía creer que gozaría de tal milagro. Cuando Jesús llegó a casa de Jairo y declaró que su hija no había muerto, sino que estaba dormida, muchos rieron porque no creyeron que tendría el poder para ejecutar un milagro como ese. En el día del Pentecostés, tras la venida y manifestación del Espíritu Santo, muchos se burlaron al verlos y dijeron que estaban borrachos.
La burla puede ser veneno en boca de los incrédulos, su propia afrenta, su propia causa de muerte. La risa verdaderamente diabólica es aquella que duda con orgullo del poder de Dios. En Mateo 11 Jesús habla en contra de todas las ciudades por las que había pasado haciendo milagros y aun así no se arrepintieron de sus pecados ni se habían vuelto a Dios. Les dijo: “…si hubiera hecho en la perversa ciudad de Sodoma los milagros que hice entre ustedes, la ciudad estaría aquí hasta el día de hoy. Les digo que, el día del juicio, aún a Sodoma le irá mejor que a ustedes”.
La ceguera que tenían estos hombres y mujeres era producto de su insistente orgullo. No querían ver lo que estaba ocurriendo frente a sus narices. Isaías lo profetiza mejor: “De oído oiréis, y no entenderéis; y viendo veréis, y no percibiréis. Porque el corazón de este pueblo se ha engrosado y con los oídos oyen pesadamente, y han cerrado sus ojos. Para que no vean con los ojos, y oigan con los oídos, y con el corazón entiendan y se conviertan y yo los sane”.
No permitamos que la incredulidad sea nuestra manera de acercarnos porque “sin fe es imposible agradar a Dios. Todo el que desee acercarse a Dios debe creer que él existe y que él recompensa a los que le buscan con sinceridad”, dice Hebreos 11:6. La burla a Dios, a Su poder o incluso a la fe de alguien más es, en esencia, diabólica.
Por: Daniela Quintero de Ardón