Hace unos días estaba viendo una miniserie con mi esposa, que al menos yo no había tenido la oportunidad de ver, se llama Chernobyl. No voy a contarte exactamente lo que sucede, ni dar una reseña de esta. Solo quiero mencionar una frase que se utiliza para empezar a construir lo que quiero compartir hoy. La frase dice lo siguiente: “Cada mentira que contamos es una deuda con la verdad y tarde o temprano, hay que pagarla”. Me voló la cabeza literalmente y llevo semanas dándole vueltas al tema en mi mente.
Si somos totalmente sinceros quién no ha dicho una mentira piadosa, de esas que pensamos que no causan ningún mal, pero nos ahorran alguna consecuencia que no queremos cargar. Si alguien se atraviese a decir: “yo nunca he mentido” esa sería la mayor evidencia de que sí lo ha hecho, porque es probable que todos lo hemos hecho.
Recuerdo vagamente una de las primeras mentiras que dije, no fue tanto por lo que expresé sino por lo que quería ocultar. Mi mamá me estaba revisando mi libreta, tenía apenas cinco años y ese día me había portado mal en el colegio y me habían puesto una carita triste con un sello. Cuando mi mamá se acercaba a la página en donde estaba la carita triste, rápido pasé las páginas. Ella definitivamente se dio cuenta y regresó a la página en donde estaba el sello de la carita triste, luego se volteó para verme y me puse a llorar. Todavía recordamos esa historia y nos da mucha risa. Nadie me había enseñado a mentir, solo lo hice como reacción natural al querer evitar un regaño o castigo.
En la Biblia encuentro una historia muy similar a esta, que he mencionado, en donde por tratar de evitar algo se opta por mentir. Todo comienza con Abraham cuando acababa de salir de su tierra por una instrucción que le había dado Dios. Cuando se encontraba en Egipto y tuvo miedo de que los egipcios desearan a su esposa Sara y lo mataran a él, entonces decidió decirles a todos que ella era su hermana (Génesis 12:10-20). Como sucede con toda mentira, la verdad salió a luz en determinado momento.
Pero hay algo que todavía me sorprende más de esta historia y es que se repitió, pero con otros personajes, Isaac, el hijo de Abraham, cuando se encontraba en Guerar dijo la misma mentira que había dicho su padre hace muchos años atrás. Dijo que su esposa Rebeca era su hermana, para evitar cualquier peligro y amenaza de muerte (Génesis 26:1-11).
Hasta este punto ya iban dos personas de diferente generación con un patrón bastante similar de mentiras, pero aquí no se termina esta historia. Isaac tuvo un hijo, llamado Jacob, que en determinado momento de su vida lo engañó con tal de tener su bendición (Génesis 27:1-30).
Abraham e Isaac mintieron por miedo a un peligro de muerte, Jacob mintió para obtener la bendición de su padre. Básicamente aquí se resume la gran mayoría de motivaciones que nos mueven a mentir, evitar un mal u obtener un beneficio. Y todos estamos propensos de caer en esta tentación de hablar con mentiras. Pero sí podemos aprender algo de todas estas historias, y es que no fue la mentira la que protegió a Abraham e Isaac, fue Dios quién lo hizo. No fue la mentira lo que le permitió a Jacob vivir su propósito, fue el día que abrazó su verdadera identidad lo que le permitió empezar a vivir lo que el Señor había diseñado para él (Génesis 32:22-30).
Las mentiras no nos van a llevar a ningún lado, ese mal que queremos evitar diciéndolas, llegará en su momento; ese beneficio que queremos obtener hablándolas, será efímero y se escurrirá en nuestras manos. Hoy es un buen día para abrazar nuestra realidad por más que nos desagrade.
Cada vez que estes en una encrucijada entre mentir o decir la verdad, recuerda que cuando abrazamos la verdad, estamos abrazando a Cristo, porque Él es la manifestación de toda verdad.
“Jesús le dijo: Yo soy el camino, y la verdad, y la vida; nadie viene al Padre, sino por mí”. Juan 14:6
Por: Diego Herrera