Rahab vivía en la ciudad de Jericó y era tremenda. Súper tremenda. ¡Mega súper tremenda! Y en ese “vivir tremendukimente” se le pasaron varios años viviendo como quería, haciendo lo que le daba la gana y sin darle cuentas a nadie, porque incluso era dueña de su propio negocio. Pero algo en su interior estaba en ruinas.
De pronto un día llegaron a la ciudad dos israelitas que venían del desierto y que, según contaba el abuelo de Rahab, habían cruzado el Mar Rojo en seco porque el Dios de Israel había abierto un camino en medio de las aguas. Los dos hombres hablaron con Rahab, le contaron que iban a conquistar la ciudad y ella hizo un trato con ellos para que, cuando Israel tomara el poder, le perdonaran la vida a ella y a su familia. Y todo bien hasta aquí.
Pero llegó el día en que Israel gritó. Y el muro comenzó a temblar. Y el muro comenzó a derrumbarse. Y Rahab ya no se sentía tan segura porque su casa estaba en el muro. Ya no se sentía empoderada, ya no se sentía capaz. Ahora se sentía… en ruinas, porque todo lo que tenía se derrumbó y su fortaleza ahora era un montón de escombros. Estaba viva, sí, pero rodeada de polvo. Estaba viva, sí, pero arruinada; ahora también por fuera.
En ese mismo momento, Josué 6:22 nos dice que los dos hombres recibieron esta instrucción: “Vayan a la casa de la mujer ramera y saquen de ahí a la mujer”. ¿Lo viste?
La casa en ruinas era de la “mujer ramera” y los hombres debían sacarla de ahí, de los escombros, a la “mujer”. ¡Solo a la mujer! El pasado de Rahab, sus pecados, su miseria, su vacío, su dolor, su título de “ramera” se quedó en las ruinas, pero su identidad como mujer —lo que Dios había soñado para ella— estaba a punto de comenzar porque al salir de esa ciudad se casó con Salmón y se convirtió en una de las tataratataratatarabuelas de Jesús. ¡La ruina de Rahab se quedó en las ruinas de Jericó!
Si hoy todo se está derrumbando en tu vida, respira profundo porque quizá sea la operación de rescate que Dios montó para salvarte. ¡Dios viene por ti!
Por: Sergio Estrada