Hace algunos años leí el libro Los cinco lenguajes del amor de Gary Chapman. Me sentí muy identificado con el lenguaje de palabras de afirmación, aunque no estoy seguro porque a veces creo que también soy tiempo de calidad. El punto es que las palabras tienen un gran peso sobre mí, las buenas y las malas.
Para los que me conocen, una de las cosas que más me enorgullecen es la capacidad que tengo de dar risa, como si mi destino fuese llevar risas y alegría al mundo —esta última frase solo la agregué porque la dijo el Joker en su película y siempre quise citarlo en algún blog—. El punto es que me considero una persona chistosa, como Joey de Friends, como Phil Dunphy de Modern Family, algo así.
Recuerdo que una vez una persona me dijo que yo era muy predecible y entre líneas entendí que yo era aburrido. No sé si eso quiso decir realmente, pero fue como un balde de agua fría para mi autoestima. Recuerdo otra vez que una persona con mucha trayectoria en el Evangelio me dio a entender que mejor me hubiese dedicado a otra cosa en vez de aspirar a ser pastor. Seguramente él no miraba esa chispa en mí o eso que se necesita.
Podría hacer un gran listado de palabras que me han marcado de forma negativa, pero tampoco estamos para leer mis traumas del pasado. Solo reconozco que a veces tomamos las palabras muy a la ligera, sin darnos cuenta de que lo que escuchamos y lo que decimos puede arraigarse muy profundo en el corazón.
Encontré un denominador común muy interesante en la Biblia. Muchos de los hombres y mujeres que encontramos en ella fueron menospreciados en algún momento. A José lo vendieron como esclavo, a David no lo tomaron en cuenta cuando llegó el profeta Samuel a su casa, a Ana (madre de Samuel) la confundieron con una persona alcohólica, a Jesús lo vendieron por 30 monedas de plata… Y así podría seguir con un listado interminable de personas de la Biblia que fueron menospreciadas.
Lo interesante no es cómo los menospreciaron, sino cómo cada uno de ellos no determinó su valor por lo que la gente pensaba y decía. Las personas pueden tener una percepción errónea de nosotros y de nuestro valor, pero el único que realmente nos puede decir cuánto valemos es el que pagó un precio por nosotros (Romanos 8:32).
Con esto quiero decirte que vales mucho y se pagó un alto precio por ti. La próxima vez que alguien venga a menospreciarte, no tomes en cuenta sus comentarios. La gente suele menospreciar aquello que es valioso por muchas razones: desconocimiento, envidia, ignorancia, frustración, entre otros. Lo mejor que podemos hacer hoy es llegar delante de Dios y preguntarle: “¿Cuánto valemos para ti?” Nos vamos a sorprender mucho cuando Él responda esa pregunta.
Por: Diego Herrera