Recuerdo que hace muchos años en el colegio, para un Día del padre, todos tenían que hacerle una tarjeta al suyo para felicitarlo. Yo crecí sin papá, entonces fue incómodo explicarle a cada maestro la razón por la que no estaba haciendo ninguna manualidad. Lo más difícil no era la explicación que debía dar una y otra vez a mis maestros y compañeros, sino contener las lágrimas hasta llegar a mi casa.
Todos en algún momento nos quedamos con el nudo en la garganta y contenemos las lágrimas para no quebrarnos en llanto en un lugar donde no nos sentimos cómodos. Quizás pensamos que el sitio no es el adecuado para llorar o no nos sentimos en confianza por las personas que nos rodean en ese momento. A veces es incómodo llorar porque lo asociamos a un rasgo de debilidad, lo cual es una creencia errónea. El llanto es la expresión de un alma cálida y sensible. Es el idioma del alma.
Hay un versículo bíblico conocido por ser uno de los más cortos, pero quizá también con uno de los mayores significados que podemos encontrar: “Jesús lloró” (Juan 11:35). Dos breves palabras que nos dan una gran enseñanza. Si Jesús, siendo Dios hecho hombre, se permitió expresar Su tristeza a través de Sus lágrimas, ¿por qué nosotros no lo vamos a hacer?
Es importante conocer el contexto en el que se encontraba Jesús cuando se quebró en llanto. Acababa de perder a Su amigo Lázaro y estaba recibiendo los reclamos de las hermanas (Marta y María), que también eran sus amigas. Quizá por Su mente pasaban todos aquellos momentos que compartieron juntos o todos aquellos que ya no iban a poder compartir. Puede ser que lloraba por la incredulidad de las personas que lo rodeaban y la de Sus cercanos, quienes, a pesar de haberlo visto hacer milagros una y otra vez, ese día dudaron de Él.
No sabemos específicamente qué estaba pasando por Su cabeza cuando lloró, solo sabemos que lo hizo. Jesús mostró Su humanidad, derramó lágrimas como nosotros lo hacemos. Él entiende nuestro dolor porque también lo sintió.
En esos días de dolor y sufrimiento recuerda que Jesús lloró. No guardó Su tristeza, no se hizo el fuerte. Fue sensible a la situación que estaba viviendo. También vale la pena recordar que no se quedó con los brazos cruzados. Después de vivir la tristeza que provocaba la situación que estaba experimentando le creyó a Dios por la vida de Su amigo y este resucitó.
Lloremos cuando sea tiempo de hacerlo. Sequémonos las lágrimas en el momento oportuno y sigamos creyendo.
Por: Diego Herrera