Recuerdo que desde pequeño mi mamá me decía que debía ser ejemplo en todo y que guardar mi testimonio era parte esencial de mi vida. Cuando yo preguntaba por qué, ella siempre me respondía: “tú eres una carta leída y la gente siempre verá lo que hagas.”
Siempre tuve una inquietud y molestia por ello y realmente no sentía responsabilidad alguna por actuar bien o mal delante de los demás. Pero llegó un día donde entendí que al convertirme en cristiano automáticamente me volví en representante de Jesús en la Tierra, y lo que la gente ve en mí, en mis acciones, y decisiones, es lo que interpretan como la actitud de Cristo.
¡¿En qué problema me metí?! Cuando estoy consciente que mi imagen como persona sirve para exponer a alguien más estoy en un compromiso que debo responder. Lo que importa no es como me vea, sino morir a mi mismo con tal que alguien más sea visto.
Actuar así nos involucra en un juego de ego y orgullo con el que debemos batallar constantemente, pues esas actitudes son las que no nos permiten hacernos a un lado para que alguien más sea visto. C.S. Lewis decía, “El orgullo no obtiene placer por poseer algo, sino por tener más que el prójimo.” Cuando interpretamos esto como cristianos es más complicado aún, ya que nos hace entender que si llegamos a obtener al menos un poco de exposición no es para hacernos famosos a nosotros, sino debemos procurar y hacer todo de tal modo que cuando los demás pongan sus ojos en mí vean a Jesús reflejado.
El orgullo nos puede hacer caer en una competencia: ¿quién tiene más?, ¿quién ha logrado más, ¿a quién siguen más?, etc. Si estas preguntas son las que nos mueven estamos cometiendo un grave error, pues al final somos un equipo que corre por una misma causa.
Me ha tocado aprender muchísimo de esto, y aunque no soy perfecto, uno de mis mayores anhelos es que la gente al observarme a mí, vea a Jesús. Estoy consciente de que para que esto suceda, tengo que hacerme a un lado. Esto me ha llevado a la conclusión que debo vivir la vida muriendo a mí mismo.
Por: Che Alvizuris