Siempre me ha impresionado cuando alguna persona dice “nunca me he quebrado un hueso”. Me parece algo fantástico de verdad. Yo no soy de esas personas: tuve una fractura doble en mi muñeca derecha a los nueve años.
Estaba jugando y molestando con mi hermano Esteban, que es tres años mayor que yo. Mi abuelita nos estaba cuidando, pero ella en ese momento no estaba cerca.
Mi hermano encendió la ducha y estaba esperando que el agua se calentara para bañarse… Y yo quería sorprenderlo con una patada voladora. Recuerdo que estaba descalza, tenía puestas unas calcetas de lana por el frío y fue precisamente por la lana que mi patada voladora no salió bien. Cuando la di, me resbalé y caí sobre mi muñeca fracturándome el radio y cúbito.
Esteban pensó que yo estaba exagerando y se metió a bañar porque el agua ya estaba caliente. Al terminar su baño salió y yo seguía tirada en el suelo, así que se dio cuenta de que no era una exageración y que de verdad me dolía mucho.
Me impresionó que a sus doce años me recogiera del suelo, agarrara una bufanda del Real Madrid poniéndomela en el brazo y simulando un cabestrillo. Me puso en mi cama y empezó a leerme la Biblia y orar por mí. Fueron actos de emergencia de parte de mi hermano para que yo ya no sintiera dolor.
Aunque después me llevaron al hospital y me enyesaron, pienso en el acto de Esteban (un niño) en creer con todas sus fuerzas que su oración o su lectura iba a quitarme el dolor antes de llamar a mis papas o avisarle a mi abuelita. Fue algo muy valiente y admirable.
Un niño no tiene en su corazón odio, orgullo, ambición. Un niño tiene fe, humildad, amor y honestidad. Jesús dijo: “Al que cree, todo le es posible”, y esa tarde mi hermano no dudó. Él tuvo fe.
Anhelo y lucho por tener la fe y el corazón de Esteban cuando tuve ese accidente. Veinte años después me sigue doliendo mi muñeca cuando hay luna llena, pero esa molestia me recuerda siempre ese momento que hoy me saca una sonrisa.
Por: Ana Luis Montúfar Quintero